Barzaj
Ojalá estuviese leyendo aquellos libros que me hablaban de viajes a La Luna, tesoros de piratas y viejas historias de mis antepasados. Me encantaba devorar aquellos libros. Me hacían viajar lejos de aquí. Ojalá.
Me vi con las rodillas hasta las orejas, barro hasta las cejas y manos ensangrentadas, fumando un cigarro partido que le había robado a Hamza, el jefe de la aldea, antes de quitarle la vida. Malih, agachado enfrente de mí, no dejaba de mirar agitado los pasos de un lado a otro de los Quda'a. Parecíamos animales a punto de ser atrapados. Nos escurrimos de entre los maderos de debajo de aquella cabaña y nos perdimos en la inmensidad de la jungla, entre gritos lejanos. La noche nos abrazó con calor húmedo y una luna vigilante.
Mi padre me contaba de pequeña, mientras observábamos las estrellas, que la historia de nuestra aldea, de nuestra familia, y, al fin y al cabo, de nuestra propia existencia, era un punto insignificante en mitad de dos eternidades. Pero lo que pudiéramos hacer durante ese momento fugaz de vida, haría brillar con más o menos intensidad aquel punto. Pasé la noche abrazada a Malih.
La luz de un nuevo día me sacudió la cara con violencia, desperté a mi hermano y nos dirigimos al norte. Comimos bayas y moras, bebimos en el río ante la atenta mirada de unos jabalís, y, tras todo el día andando, llegamos a Puerto de Achakar. Malih tenía los pies destrozados, así que le dejé fuera de aquella tienda. Ahí es donde los padres de la aldea compraban cebo e hilo de pescar, antes de que los Quda'a nos aislaran como a perros enjaulados. Esquivé sacos de té verde, ropa usada y viejos embriagados por kifi que me desnudaban con sus ojos, para llegar a la gran barba del fondo que parecía ser el dueño de todo aquello. Le enseñé la bolsa de monedas y me acompañó raudo a la parte de atrás. Me mareaba el olor a nuez moscada y clavo que desprendían las tinajas del patio, pero aquel señor pronto me indicó cómo llegar a aquellos hombres, aquellos de los que oí hablar en la aldea alguna vez. Le di una moneda, me cogió otras cuatro de la bolsa.
Atravesamos un laberinto de callejones, toldos, comerciantes de grito en alto y turistas despistados apresurados por volver a su hotel. La tarde rojiza se apagaba cuando llegamos a una vieja casa de dos plantas llena de pintadas, de cuya puerta asomaba una fila de gente que llegaba hasta la tienda de alfombras de al lado. Bajé a Malih de mi espalda y esperamos. Salimos de allí de noche, ahora sin bolsa ni monedas, pero sí con una dirección y una hora.
Pasamos la noche en una cueva junto a una madre bereber y sus tres hijas. El sonido de las olas rompiendo en las rocas acompañaban sus canciones susurradas sobre La Luna y el Sol. El hambre no nos dejó dormir.
Nos levantamos temprano, y vimos a aquella familia ya en la orilla, haciendo cola junto a más personas delante de un tipo que no dejaba de gritar y agitar los brazos. Bajamos a la playa y esperamos en la fila. Nos metimos en el bote, rodeados de rodillas, codos, hombros, zapatillas, lloros de niños, miradas cansadas y pies destrozados. Vi miedo en los ojos de mi hermano. Yo le sonreía en un intento de calmarle, aunque por momentos creía tener más miedo que él. No me soltó la mano en las siguientes cinco horas, hasta que se quedó dormido en mi regazo por el vaivén del agua.
El mar, que durante todo el día nos regaló paz, parecía encelarse de nuestra tranquilidad, y empezó a dibujar enormes olas. El bote amenazaba con volcar en cualquier momento. Una ola. A veces me agarraba a los cabos, otras veces a las piernas y brazos de otras personas, que no tardaban en deshacerse de mí con patadas y tirones. Otra ola más. Malih me abrazó con fuerza en todo momento. Y otra ola. Vi a jóvenes de mi edad salir disparados y perderse en el horizonte. Otra ola aún más grande. Niños escurriéndose de entre los dedos de sus madres. Agua y más agua. Los minutos fueron eternos hasta que llegó la calma, y con ella, una oscuridad que se hizo con todo. Pronto, los gritos de desesperación cesaron, llegó el silencio y me dormí exhausta, poco después que mi hermano.
Soñé con mi padre, en cómo, por las noches, me hacía dormir con aquella vieja historia. Aquel cuento de cómo nuestros antepasados, cansados de pasar hambre, renegaron de los dioses. En cómo el Sol, generoso, les regaló agua y dátiles, pero en mitad de un océano de arena inquebrantable. Aquellos hombres siguieron rechazando a sus dioses, pero, pasaran las penurias que pasaran, al final, siempre encontraban un oasis. Y yo, el sueño.
El sol nos despertó a los pocos que quedábamos tumbados en aquel bote. Las miradas perdidas se cruzaban con gestos de lamento y cansancio. Pero el mar se acababa. Malih se frotó la cara llena de salitre y me miró, creo que buscando algo, una respuesta. Le respondí con una sonrisa mientras apuntaba con mi dedo el punto brillante de aquel faro.
Acabábamos de llegar a Europa. ◾