Confesión

Me siento ridículo con esta camisa. Tan planchada, tan perfecta, tan impoluta. Nunca visto así, joder, va a pensar que soy idiota. El riesgo de que todo esto se note como algo premeditado aumenta con cada paso que doy. Cruzo por la larga acera de la avenida Lombard intentando no rozarme con nada, por lo que mis pies se mantienen alejados de la carretera y los coches. El viejo Charles casi me arruina la camisa con su puro saliendo de su anticuario, pero consigo apartarme y saludarle al mismo tiempo. Esquivo con agilidad bolsas de supermercado, señoras de permanentes infinitas, carritos de bebé, y señores abigotados con prisas por empezar a beber. Los rehúyo con la energía que los nervios me dan, supongo. Mi cabeza va a mil por hora y tengo la sensación de que los habitantes de este pueblo sienten placer vigilando mis movimientos así que acelero el ritmo. Siempre he tenido esa sensación. Pero tengo claro que la vida son dos días y que uno me lo pasó comiéndome la cabeza. Estoy llegando. Que le den, allá voy.

Toc, toc.

«Dios, voy disfrazado»

— ¡Michael! ¡Qué sorpresa!

— Lo siento, padre. Espero no haberle interrumpido en sus quehaceres.

— Para nada, sólo perdía el tiempo. Reflexionaba si esto de escribir un sermón nuevo para cada fin de semana no es sino una forma que tiene Dios de comprobar mi fe regularmente —me dice con una sonrisa— ¿En qué puedo ayudarte, Michael? ¿Está todo bien? ¿Qué tal tu esposa?

— ¿Janice? Oh, bueno, parece muy ocupada con su nuevo trabajo. —«Por Dios, apenas la veo» — Supongo que tiene que ser así, ¿no?

—Supongo que sí, Michael.

—Es solo que... Bueno, el otro día pasé al lado de la iglesia y vi la octavilla que anunciaba el mercadillo al final de la semana, y pensé que, si necesitaban otro voluntario, podría echar una mano. —«Joder, soy idiota» —Ya sabe, vigilar una mesa, vender cupcakes... lo que sea.

—...

—Lo siento, ha sido una idiotez molestarle.  —«Si, definitivamente lo soy» —Seguro que tiene voluntarios de sobra.

—¡No! No seas bobo, ¡me encantaría que me ayudaras, Michael!

—¿En serio?

—Si, la verdad es que siempre es agradable trabajar con alguien distinto de esas viejas cotorras de la asociación de la parroquia. —Me vuelve a sonreír con esos dientes de marfil y añade—: Y si le cuentas a alguien que he dicho eso, lo negaré.

—Su secreto está a salvo.

—Es más una confesión. —Posa su mano sombre mi hombro con suavidad. —A lo mejor podrías venir a cenar un día de estos. Podemos planificar la distribución de las mesas. La verdad es que me está resultando difícil organizarlo.

—Eso...eso sería estupendo. —Su mano sigue en mi hombro. —¿Traigo algo?

—Soy irlandés y católico romano. Trae vino u olvídate de trabajar nada.

—Eso está hecho. —Sus ojos vidriosos parecen buscar algo dentro de los míos. —Bueno, será mejor que le deje volver a perder el tiempo.

—Sí, qué remedio. Me alegro de verte, Michael.

—Igualmente, padre.

Me largo de allí con más preguntas que respuestas en el bolsillo, pensando si no ha sido una estupidez aparecer así, de esa manera tan repentina. Dios, hasta estoy andando raro. El pueblo es un lugar pequeño, y esta gente parece estar más preocupada por la vida de los demás que, por la suya propia, así que, ¿es buena idea lo que hago? Podría estar malinterpretando sus gestos y todo esto ser fruto de mi imaginación. Seguro que es eso. Mi maldita imaginación pasándome la enésima mala jugada. Nuestro párroco es una persona muy agradable, sólo es eso, nada más.

A la altura del buzón, saliendo ya del jardín, siento un impulso de girarme. Ahí sigue en la puerta, inmóvil, mirándome. Sus gafas brillan con el sol de Luisiana, mi cuerpo tiembla con fuerza. Creo que son los diez segundos más largos de mi vida. Me sonríe. Supongo que al final le ha gustado mi camisa. ◾