Infinita

Infinitas. Vueltas. Ya llevaba más tiempo viendo girar aquel tambor de lo que un programa de lavadora creía que podía durar jamás. Mi cuerpo estaba aquella mañana en esa lavandería. Mis ojos, se encontraban siguiendo incesantemente aquellas sábanas en las que acababa de fallecer mi madre esa misma madrugada. Y mi mente, estaba en otro sitio, ordenando lo sucedido en esos últimos tres meses. Intentando recordar hasta el más mínimo detalle, atesorando cualquier recuerdo que me acercara más a ella en ese momento, por duro o cruel que ese recuerdo hubiera sido. En otras palabras, me encontraba amueblando un lugar en mi cabeza al que sabía que iba a visitar el resto de mis días.

Los hijos solemos creer que nuestros padres son infinitos. Como entidades divinas que estarán ahí siempre, como salvoconducto de una vida incierta a la que no estamos preparados para enfrentar, y que, con un poquito de suerte, sabremos lidiar con el tiempo. Como una red de seguridad en el mejor de los casos, como una fuente de verdad, de lucidez y de faro ante la incertidumbre. Como un tótem que firma tu existencia. O de todo lo contrario en la peor de las suertes. Pero aún con esas, nuestros padres parecen infinitos.

Y un día te viene la hostia. Da igual que te creas lo suficientemente fuerte, duro, resiliente. Como si hubieras estado jugando a una timba toda tu vida, tú, jugador listo y suertudo, bravo e imperturbable, como si pudieras ver a través de las cartas de tus oponentes, creedor de que, el hecho de que tu fortuna llegue sólo es una cuestión de tiempo y no de suerte o habilidad. Y en tu abundancia y soberbia, en la mejor de tus manos, te quitan tus cartas, tus fichas y ponen a bailar tu cerebro con un patadón en la boca. Te acabas de comer el sapo y lo único que tienes ahora en posesión es esa cara de gilipollas que se te ha quedado delante del espejo.

La cabeza tiene un mecanismo de supervivencia que nos impide estar constantemente recordando que un día vamos a morir. Que existirá un momento en nuestra historia que abandonaremos el cuerpo y la mente, y que todo lo que te importaba hasta el momento ya no tendrá sentido. Gracias a este truco del cerebro conseguimos llevar una vida funcional en la que no gastamos tiempo obsesionados con ese momento de no existir, de dejar de pensar y ser conscientes de nuestra propia existencia. Una transición que sucederá tarde o temprano, un salto, con tirabuzón incluido, a una piscina de la que nadie ha vuelto para dar testimonio y que la sola idea nos inspira fugacidad, y con ella, urgencia de vivir. Pero, ¿dónde está ahora la persona que me regaló la vida, ahora que no está, ahora que no es?

Está en lo que hago y lo que digo, en lo que pienso y sueño. Esas noches filmadas en blanco y negro, donde mi mente empieza su viaje en la inmensidad del blanco del techo, viaja por la negritud perturbadora que trae la idea de la muerte, y acaba en un amasijo difuminado de fotos analógicas a grano gordo en las que salimos sonriendo. Está en mis ojos, aquellos con los que creía que su hijo miraba diferente las cosas, y que son los mismos ojos curiosos con los que miraba ella un mundo que a veces no le devolvía la mirada, pero de la que se sentía partícipe e inquieta. Está en mis manos. Esas manos que pintarán, días después de que se fuera, "Las tres edades de la mujer", pero que de la última solo dejarán ver su cabello. Esas manos que fabricaron un homenaje de color para pelear tanto último día gris. Las mismas manos con las que ella pintaba. Está en mi cabeza, esa bóveda en la que rebota con sonoridad letras de Khrae o Pablo Ibañez, ecos de una juventud de otro tiempo.

La lavadora me devuelve a la realidad con un pitido. Meto las sábanas en el carrito y me largo. "Todas las cosas tratamos, cada uno según es nuestro talante, yo lo que tiene importancia, ella todo lo importante...", me veo tarareando en silencio una canción que una vez también sonó en la mente de mi madre a mi edad. A esta le acompaña el inagotable ritmo de las ruedas del carrito, que golpean en el suelo torpemente, pero que avanzan sin descanso, girando rápido, como mi cabeza, como la vida, en...

Infinitas.

Vueltas.

Para mi madre. Infinita en mi recuerdo, amor y gratitud.