Pequeña
Caí en la cara oculta de una persona mediocre. He tardado años en concluirlo, pero me da igual. Como me da igual ser de estatura pequeña o enana, como se empeñan en llamarme. Creo que la vida se encara de una manera mucho más honesta cuando sabes que no vas a cambiar el mundo de nadie, ni siquiera el tuyo propio, por muy pequeño que sea. De saber hacerlo no dejaría que estas reducidas manos se helaran en este maldito bosque, pero está bien que palacio necesite gente como yo. Siento que hay algo de magia en unas manos callosas y cuarteadas, esas que si pudieran hablar lo harían con una voz ruda pero sincera, digna. Como siempre me dice Pertusato: "los grandes relojes funcionan con engranajes diminutos".
Las hojas de los madroños caen formando una alfombra granate de crujidos y mis pisadas parecen ahondar en el tiempo y congelarlo. Viene Marcela conmigo, creo que nunca ha dejado de hacerlo. Sus ojos brillantes como copos de nieve acompañan una sonrisa gélida, casi quebradiza, pero sus pasos son decididos, como los míos. Las cuatro de la tarde duelen en los huesos del frío que hace, pero la orilla del Manzanares nos acoge con un murmuro amigable mientras el viento nos susurra la conversación de las lavanderas de enfrente. Apoyamos las cestas de mimbre en las rocas de siempre y las rodillas en los cojines de cuero. Me dejo los riñones lavando arrobas de ropa ajena para poder lucir a una familia al completo. Y no es una familia cualquiera, pero tampoco es la mía, no hay más que ver las prendas. Pantalones de jubón, camisas, cuellos de golilla, pañuelos y vestidos de seda, guardainfantes, sayos y basquiñas completan la tarea de la tarde. Los vestidos son complicados, la seda es tan fina que parece diluirse entre los dedos, pero al tocar el agua y estirarla, se endurece como el cabo de un navío. "Frotar con ímpetu, estirar con amor." La voz descascarillada de Marcela resuena en mi cabeza cada vez que cojo una prenda nueva de la pila.
Volvemos con las manos congeladas pero la ropa limpia a eso de las seis. Ya se escucha a las cocineras preparar la cena entre prisas y reproches malsonantes, y el patio principal resuena con tanta vida como en la tarde de primavera en la que nació Margarita. El guardadamas parece reprender a los hijos de alguna doncella, que guardan compostura con timidez hasta que el viejo les dé la espalda, cuando de repente aparece José Nieto, el aposentador, por el portón.
— Mari, Marcela, rápido, dejen esas cestas y vengan conmigo, ya colgareis después — su mirada imprime urgencia, pero sus movimientos son sobrios. — Ya casi no hay luz y las necesitan arriba.
Cruzamos el salón principal rodeadas de espejos, camareros y nobles, que se ven inmersos en una especie de batalla serena de cumplidos, órdenes y copas. Dejamos atrás cuchicheos y miradas inquisidoras para llegar a la espigada escalera principal, que parece tener los escalones más grandes que nunca. Conseguimos escalarla con las faldas arremangadas y el corazón en la boca.
— ¿Dónde estaban? Corran, Margarita no está lista y se supone que hoy Diego quería terminar el cuadro — dice José sumido en un amasijo de nervios. — Las señoritas Isabel y María Agustina ya están allí, tienen ganas de acabar con esto.
— Sí, todos estamos un poco cansados de esta tontería — replica Marcela con pronta rapidez.
Margarita me espera junto al vestido, sentada en la cama. Le empiezo a poner el vaquerillo de seda de color crudo.
— ¿Sabe? Yo no entiendo de estas cosas. — le susurro a Margarita mientras le coloco el adorno de flores en el pecho. — Pero en palacio dicen que es el maestro de maestros. Que puede pintar con precisión la luz, el alma de una persona, e incluso el aire de una estancia.
Le atuso con el cepillo el pelo rubio como el sol, mientras sus ojos me sonríen con inocencia. Le respondo poniéndole un broche y salimos de la mano con nuestras cortas zancadas en dirección a la sala principal del Cuarto del Príncipe.
— ¿Cómo se puede pintar el aire o el alma? — pregunto mientras me sacudo el vestido con la mano libre. — ¿Y por qué iba a querer nadie en su sano juicio hacer eso?
Margarita me mira sin entender nada. Supongo que yo tampoco. ◾